Por Cristina Bitar.
Algo se repite constantemente en las movilizaciones estudiantiles desde 2006 a la fecha: la intención de cargarle al ministro del ramo toda la responsabilidad por la mala calidad de la educación. Pareciera que los estudiantes le adjudican al ministro de turno una especie de responsabilidad histórica por todo lo que se ha hecho mal en los últimos 30 años en el área. Bien lo supo Martín Zilic, quien en 2006 debió renunciar en medio de la presión de la revolución pingüina. O Mónica Jiménez, que, jarrón de agua mediante, tuvo que impulsar las reformas consensuadas entre todos los sectores políticos y que recién en este gobierno están empezando a funcionar. Ahora es el turno del ministro Lavín.
Si sacar a un ministro de su puesto o hacerle la vida imposible fuese sinónimo de mejorar la educación, entonces no habría problema en cambiarlo cada vez que fuera necesario. Pero claramente los problemas dependen de medidas mucho más complejas y de largo plazo.
Los estudiantes tienen todo el derecho a reclamar por una educación de calidad y por un sistema que no implique que el costo de su educación les signifique vivir endeudados el resto de sus vidas. Ambos son reclamos legítimos, pero las protestas no parecieran apuntar a resolver directamente esos problemas. Fortalecer la educación pública o el fin del lucro no pasan de ser frases rimbombantes, que no dan cuenta de la realidad de la educación chilena en los últimos treinta años. De cien mil estudiantes en educación superior pasamos a un millón; aproximadamente 8 de cada 10 estudiantes universitarios son el primer miembro de su familia en llegar a la universidad, y no hay mayor palanca de movilidad social que ésta. Es decir, hemos vivido una revolución educativa que sólo ha sido posible gracias a la incorporación de la iniciativa y el empuje privados, y al cambio en la modalidad de financiamiento. Pero eso no está realmente en la mente de los alumnos “indignados”; ellos simplemente quieren educación pública, gratuita y, al final, más elitista.
Los dirigentes estudiantiles no pueden pretender imponer sus visiones sobre el rol de la educación, su financiamiento y estilo a todo el resto del país. La base de un diálogo democrático requiere que se confronten distintas visiones ideológicas y técnicas para llegar a acuerdos en cada uno de los temas de relevancia. No por tener más universidades o colegios en toma las propuestas de los estudiantes se convierten en legítimas, ni mucho menos en la panacea sobre cómo mejorar la educación. Creer que la única solución es la propia y que la única propuesta válida es la que ellos ponen sobre la mesa, es el primer paso al fracaso. En ese sentido, le falta a la dirigencia estudiantil darse cuenta de que el enemigo no es el Gobierno o el ministro de Educación, sino que ellos son los posibles aliados en una batalla contra los problemas que aquejan al sector.
La fuerza y el empuje que han mostrado los estudiantes en estos días nos demuestran que hay una generación dispuesta a darlo todo por obtener lo que ellos creen justo, pero también nos advierten de lo peligrosa que es la falta de diálogo y del afán de imponer sus posturas como si fueran verdad absoluta.
Creo que los dirigentes lograron lo que buscaban con las movilizaciones y tomas: mejorar su posición negociadora frente a la autoridad, ganar visibilidad y fuerza para luego sentarse a convenir una agenda de trabajo con el objetivo de tener una reforma participativa de la educación. Ahora llegó el momento del diálogo constructivo, donde se pueda canalizar toda la fuerza que se ve en las calles hacia la búsqueda de las soluciones concretas que resuelvan los problemas que hoy existen en la educación.
Fuente: Columna Diario La Segundo. Lunes 20 de junio 2011 http://bit.ly/mO5lYL
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